Publicado: 16 Ago 2010, 17:51
Paso a menudo por la carrera de San
Jerónimo, caminando por la acera opuesta a las Cortes y a veces
coincido con la salida de los diputados del Congreso. Hay coches
oficiales con sus conductores y escoltas, periodistas dando los últimos
canutazos junto a la verja y un tropel de individuos de ambos sexos,
encorbatados ellos y peripuestas ellas, saliendo del recinto con los
aires que pueden ustedes imaginar. No identifico a casi ninguno y apenas
veo los telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada.Van
pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel en los destinos
de España, camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando
líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos salen
arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con trajes a medida,
zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos. Oportunistas
advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que están
despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin tener,
algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida.Desconociendo
lo que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro
fuera de la protección del partido político al que se afiliaron
sabiamente desde jovencitos. Sin miedo a la cola del paro. Sin
escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión, cuando me cruzo con ese
desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia absurda,
experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de
indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo
visceral. Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las
ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su p*** madre.Sé
que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente honrada.
Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que no. Pero
hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo
me siento. Cómo me salta el automático. Algo debe de ocurrir, sin
embargo, cuando a un ciudadano de 57 años y en uso correcto de sus
facultades mentales, con la vida resuelta, cultura adecuada,
inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del mundo, se le
sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile de los
diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y la cólera
son tan intensas. Eso me preocupa, por supuesto.Sigo caminando
carrera de San Jerónimo abajo, y me pregunto qué está pasando. Hasta qué
punto los años, la vida que llevé en otro tiempo, los libros que he
leído, el panorama actual, me hacen ver las cosas de modo tan siniestro.
Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo gentuza cuando los
miro, pese a saber que entre ellos hay gente perfectamente honorable.
Por qué, de admirar y respetar a quienes ocuparon esos mismos escaños
hace veinte o treinta años, he pasado a despreciar de este modo a sus
mediocres reyezuelos sucesores. Por qué unas cuantas docenas de
analfabetos irresponsables y pagados de sí mismos, sin distinción de
partido ni ideología, pueden amargarme en un instante, de este modo, la
tarde, el día, el país y la vida.Quizá porque los conozco,
concluyo. No uno por uno, claro, sino a la tropa. La casta general. Los
he visto durante años, aquí y afuera. Estuve en los bosques de cruces de
madera, en los callejones sin salida a donde llevan sus
irresponsabilidades, sus corruptelas, sus ambiciones. Su incultura atroz
y su falta de escrúpulos. Conozco las consecuencias. Y sé cómo lo hacen
ahora, adaptándose a su tiempo y su momento. Lo sabe cualquiera que se
fije. Que lea y mire.Algún día, si tengo la cabeza lo bastante
fría, les detallaré a ustedes cómo se lo montan. Cómo y dónde comen y a
costa de quién. Cómo se reparten las dietas, los privilegios y los
coches oficiales. Cómo organizan entre ellos, en comisiones y visitas
institucionales que a nadie importan una m****, descarados e inútiles
viajes turísticos que pagan los contribuyentes. Cómo se han trajinado
–ahí no hay discrepancias ideológicas– el privilegio de cobrar la máxima
pensión pública de jubilación tras sólo 7 años en el escaño, frente a
los 35 de trabajo honrado que necesita un ciudadano común. Cómo quienes
llegan a ministros tendrán, al jubilarse, sólidas pensiones compatibles
con cualquier trabajo público o privado, pensiones vitalicias cuando
lleguen a la edad de jubilación forzosa, e indemnizaciones mensuales del
100% de su salario al cesar en el cargo, cobradas completas y sin hacer
cola en ventanillas, desde el primer día.De cualquier modo, por
hoy es suficiente. Y se acaba la página. Tenía ganas de echar la pota,
eso es todo. De desahogarme dándole a la tecla, y es lo que he hecho.
Otro día seré más coherente. Más razonable y objetivo. Quizás. Ahora,
por lo menos, mientras camino por la carrera de San Jerónimo, algunos
sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me cruzo con ellos. Arturo Pérez Reverte
Jerónimo, caminando por la acera opuesta a las Cortes y a veces
coincido con la salida de los diputados del Congreso. Hay coches
oficiales con sus conductores y escoltas, periodistas dando los últimos
canutazos junto a la verja y un tropel de individuos de ambos sexos,
encorbatados ellos y peripuestas ellas, saliendo del recinto con los
aires que pueden ustedes imaginar. No identifico a casi ninguno y apenas
veo los telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada.Van
pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel en los destinos
de España, camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando
líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos salen
arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con trajes a medida,
zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos. Oportunistas
advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que están
despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin tener,
algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida.Desconociendo
lo que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro
fuera de la protección del partido político al que se afiliaron
sabiamente desde jovencitos. Sin miedo a la cola del paro. Sin
escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión, cuando me cruzo con ese
desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia absurda,
experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de
indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo
visceral. Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las
ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su p*** madre.Sé
que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente honrada.
Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que no. Pero
hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo
me siento. Cómo me salta el automático. Algo debe de ocurrir, sin
embargo, cuando a un ciudadano de 57 años y en uso correcto de sus
facultades mentales, con la vida resuelta, cultura adecuada,
inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del mundo, se le
sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile de los
diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y la cólera
son tan intensas. Eso me preocupa, por supuesto.Sigo caminando
carrera de San Jerónimo abajo, y me pregunto qué está pasando. Hasta qué
punto los años, la vida que llevé en otro tiempo, los libros que he
leído, el panorama actual, me hacen ver las cosas de modo tan siniestro.
Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo gentuza cuando los
miro, pese a saber que entre ellos hay gente perfectamente honorable.
Por qué, de admirar y respetar a quienes ocuparon esos mismos escaños
hace veinte o treinta años, he pasado a despreciar de este modo a sus
mediocres reyezuelos sucesores. Por qué unas cuantas docenas de
analfabetos irresponsables y pagados de sí mismos, sin distinción de
partido ni ideología, pueden amargarme en un instante, de este modo, la
tarde, el día, el país y la vida.Quizá porque los conozco,
concluyo. No uno por uno, claro, sino a la tropa. La casta general. Los
he visto durante años, aquí y afuera. Estuve en los bosques de cruces de
madera, en los callejones sin salida a donde llevan sus
irresponsabilidades, sus corruptelas, sus ambiciones. Su incultura atroz
y su falta de escrúpulos. Conozco las consecuencias. Y sé cómo lo hacen
ahora, adaptándose a su tiempo y su momento. Lo sabe cualquiera que se
fije. Que lea y mire.Algún día, si tengo la cabeza lo bastante
fría, les detallaré a ustedes cómo se lo montan. Cómo y dónde comen y a
costa de quién. Cómo se reparten las dietas, los privilegios y los
coches oficiales. Cómo organizan entre ellos, en comisiones y visitas
institucionales que a nadie importan una m****, descarados e inútiles
viajes turísticos que pagan los contribuyentes. Cómo se han trajinado
–ahí no hay discrepancias ideológicas– el privilegio de cobrar la máxima
pensión pública de jubilación tras sólo 7 años en el escaño, frente a
los 35 de trabajo honrado que necesita un ciudadano común. Cómo quienes
llegan a ministros tendrán, al jubilarse, sólidas pensiones compatibles
con cualquier trabajo público o privado, pensiones vitalicias cuando
lleguen a la edad de jubilación forzosa, e indemnizaciones mensuales del
100% de su salario al cesar en el cargo, cobradas completas y sin hacer
cola en ventanillas, desde el primer día.De cualquier modo, por
hoy es suficiente. Y se acaba la página. Tenía ganas de echar la pota,
eso es todo. De desahogarme dándole a la tecla, y es lo que he hecho.
Otro día seré más coherente. Más razonable y objetivo. Quizás. Ahora,
por lo menos, mientras camino por la carrera de San Jerónimo, algunos
sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me cruzo con ellos. Arturo Pérez Reverte